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Matar a un ruiseñor es pecado

Vicente Jiménez

En 1993 tuve la enorme fortuna de narrar para EL PAÍS desde la central de Roland Garros la victoria de Sergi Bruguera en la final del torneo, el primero de sus dos títulos en la tierra de París. Fue contra el estadounidense Jim Courier, número uno mundial desde 1992. Eran años en los que el tenis masculino español –Arantxa Sánchez Vicario había logrado su primer Grand Slam también en París en 1989—nos daba pocas alegrías y el palmarés lo dominaban los estadounidenses (Sampras, Agassi, Courier…), con el permiso de tipos como Ivan Lendl, Mats Wilander, Stefan Edberg o Boris Becker. La de Bruguera fue una victoria inesperada ante el rubio de la gorra calada. Desde Andrés Gimeno en 1972, ningún español había inscrito su nombre en la Copa de los Mosqueteros. Solo Manolo Orantes abrió una rendija en aquel mal fario en 1975 con su triunfo en el US Open. Flaco y algo desgarbado, pero con una rabia interior tremenda, Bruguera rompió los pronósticos y abrió la puerta de París a los Moyá, Costa, Ferrero y … Rafael Nadal, que mordió su primera Copa en París en 2005 (la última la 13ª, fue en 2020).

La casualidad ha querido que Jim Courier, el mismo de París pero con unos años más y una gorra menos, haya sido testigo privilegiado, como entrevistador del Open de Australia, de la mayor hazaña del tenis español: la que ha protagonizado Rafael Nadal con su 21er título del Grand Slam, lo que le convierte en el mejor tenista de todos los tiempos. En esa luminosa tarde de domingo (noche cerrada en Melbourne), mientras Nadal hacía llorar a media España con sus siempre generosas palabras de agradecimiento a su rival, al público y a los organizadores del torneo, no pude evitar fijarme en la expresión del rostro de Courier, medio

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