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La fuerza del destino y un gigante en la portería

Santiago Segurola

En su tercer arrebato de la temporada, el Real Madrid colocó el penúltimo ladrillo de un edificio que permanecerá para siempre. Le falta rematarlo en la final de París, contra un equipo que tampoco está manco de proezas inexplicables. Real Madrid y Liverpool destacan por sus títulos y su mística. Junto al Bayern, son los dos equipos que no tiemblan al decir somos el Madrid, somos el Liverpool, y vosotros, no. Esta característica se ha marcado a fuego generación tras generación y proporciona ventajas que parecen inexplicables, pero no lo son. Cuando el Madrid repite tantas veces su triple salto mortal y sale vivo de la acrobacia, es inútil apelar al amparo de la fortuna. Lo hace porque se siente dueño de un plus intangible que los demás no poseen. Más aún, saben quién dispone de esa ventaja inconcebible y no puede escapar al terror.

Después del partido con el Manchester City, pasada la medianoche, cientos de aficionados descendieron por La Castellana para acudir a la plaza de Cibeles. Bajaban al grito de ¡campeones!, ¡campeones!, en estado de transfiguración, ungidos por el tercer milagro en el Bernabéu. Las eliminaciones de PSG y Chelsea dejaron una huella imborrable, pero el partido con el City superó todas las dificultades anteriores. Esta vez, el Madrid estaba tan eliminado en el segundo tiempo como entonces, con un problema añadido de reloj. No había tiempo material no para remontar la eliminatoria, sino para igualarla.

El City contaba con dos goles de ventaja en el minuto 90 del segundo partido. Había desaprovechado dos ocasiones de gol en las dos jugadas anteriores y durante los últimos 15 minutos había ofrecido su mejor versión: pases, control y peligro. Quedaba el descuento, que a decir verdad es

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