Copa de Italia: Inter - Juventus o cómo disfrutar del fútbol sin sufrir unos colores | Deportes | EL PAÍS
Vale, lo acepto, llámenme raro, pero este pasado miércoles me enganché a la final de la Copa de Italia. Inter y Juventus dirimían su particular derbi, esta vez con título por medio. Ya, ya lo sé que al mismo tiempo se jugaba la jornada de Liga en España, que había plazas de Champions, de descenso, bueno mejor de no descenso, de Europa League,, pero que un día nos dará un primer club español campeón en esta competición y todos descubriremos que los jueves europeos son de doble cara.
Pero creo que los que siguen estas líneas saben de mis andares supersticiosos, de mis maldiciones deportivas, de mis temores televisivos (veamos, datos, y, zas, segundo set perdido y de ahí a la eliminación. Lo siento, Garbiñe), todos saben de mi aversión a seguir a mis equipos preferidos y mandarles mal de ojo, con lo cual la opción de un encuentro estelar en el Olímpico de Roma era una tentación demasiado grande.
Qué bonito es el fútbol cuando solo disfrutas del juego, de las transiciones alocadas, de los errores defensivos, posicionales, que generan oportunidades de gol en ambas porterías sin sufrir más que por el honor de los guardianes de los marcos juventino e interista, que el sindicato de porteros nunca se coge fiesta.
Uno se puede maravillar de que un equipo, la Juve, que estaba sometido, le dé la vuelta al marcador en tres minutos, de que marque Morata, de que y a la vez, y sin que tu cabeza te diga que estás contradiciendo tus sentimientos, alegrarte de un penaltito para el Inter que mandaba el partido a la prórroga. Hasta disfruté del lanzamiento de Çalhanoglu, fuerte y por toda la escuadra, que me hubiera provocado taquicardia en casos más cercanos.
Hasta me liberé de esa condición casi jurídica, con la que veo últimamente los