A un lado, el mar plateado. Al otro, la estampa vigilante, protectora y maciza de La Concha, un pico de 1.225 metros de altitud desde donde puede llegar a divisarse la costa de Marruecos si, como suele suceder, clarea y el cielo dibuja una relajante panorámica celeste. Y en medio, un oasis de oro en el que dos niños que participan en un torneo infantil, 12 años por cabeza, no más, observan un partido de adultos, fantasean y, también, lamenta uno de ellos. “¡No puede ser! Tenía que haber ganado, no me puedo permitir una paliza así. Soy el uno de Baleares…”, se castiga el del pelo revuelto, reproduciendo el discursillo que suele escuchar a los deportistas de élite por la tele. “Al final solo eres un niño, David”, le resitúa oportunamente el amigo, encogido de brazos y satisfecho por haber alcanzado los cuartos.