La casa propia, la hipoteca colmada con el sudor y la sangre del trabajo y los sueños frustrados de la familia, fue siempre un signo de prosperidad. La residencia —en España necesitamos incluso la segunda— nos situó en el confuso mapa del progreso. También en el fútbol. El estadio determinaba la identidad, las finanzas, el lugar y el poderío para convocar a la parroquia. Incluso ahora para ese negocio llamado naming rights, por el que usted puede rebautizar a un pariente a cambio de un cheque. Y en todo el mundo fue así. Menos en Italia.: la Juventus, el Atalanta y el Udinese. El resto vive de prestado. Los motivos son variados. Pero fundamentalmente tienen que ver con la idiosincrasia burocrática italiana, la corrupción inmobiliaria, las trabas administrativas y un viejo debate de lo que debería ser público o privado. Las consecuencias, ahora que se habla tanto de convertir viejas gradas en centros comerciales, son enormes.